Escáner Cultural

REVISTA VIRTUAL DE ARTE CONTEMPORÁNEO Y NUEVAS TENDENCIAS

ISSN 0719-4757
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Carlos Yusti

Vladimir Nabokov, en su introducción a su Curso sobre el Quijote, escribió que era bueno hacer todo lo posible por no caer en el fatídico error de buscar en las novelas la llamada “vida real”, y subrayaba: “Vamos a no tratar de conciliar la ficción de los hechos con los hechos de la ficción. El Quijote es un cuento de hadas, como lo es Casa desolada, como lo es Almas muertas. Madame Bovary y Ana Karenina son cuentos de hadas excelsos. Pero sin estos cuentos de hadas el mundo no sería real”. Con esto más o menos claro, de que las grandes novelas no son más que inventos bien estructurados de la imaginación, el lector se encamina hacia la ficción dispuesto a creerlo todo, a tenerle pasión (o descuido) a determinado personaje e incluso a darle más cualidades reales que a nuestros propios vecinos.


    De joven llega uno a ser un lector depredador que lee de todo sin discriminar nada, luego la madurez se encarga de colocarlo todo en perspectiva.
 


Me inicié como lector leyendo suplementos y comiquitas, luego pasé a las novelitas vaqueras y después a Corín Tellado, Barbara Cartland y las fotonovelas del Santo y otras con ribetes más pornos que eróticos.

El primer libro que leí de verdadera literatura fue uno de Stendhal, Rojo y negro. Ese libro me hechizó. Las razones: me identifiqué con el personaje principal. Julián Sorel era un autodidacta sin escrúpulos dispuesto a ser alguien en la sociedad decimonónica francesa. Su visión era lo militar (con sus sueños afiebrados e infantiles sobre el pasado napoleónico) o lo eclesiástico (aunque su espiritualidad se apoyaba sólo en el conocimiento al caletre de la Biblia). Aunque yo no tenía un pelo de arribista, pero sí algo de autodidacta, ese personaje decidió mi destino lector.

En esa etapa de juventud (improductiva y vaga) leí casi todo lo que había escrito Thomas Mann, excepto La montaña mágica que nunca llamó mi atención. Me gustaba en sus novelas esa arquitectura compositiva del lenguaje, esas catedrales imponentes de palabras concatenadas con una belleza limpia y perfecta. No me importaban las tramas ni los personajes, sino el lenguaje, que en Thomas Mann era faustuoso, brillante y casi milagroso. Luego, con algunos años encima, he tratado de leerlo, pero me ha resultado infructuoso, y esa fascinación que sentía por sus frases, sus párrafos construidos con exquisitez y armonía se había esfumado. Algo similar me sucedió con Hermann Hesse y su novela El lobo estepario. De joven llega uno a ser un lector depredador que lee de todo sin discriminar nada, luego la madurez se encarga de colocarlo todo en perspectiva, es decir de agrisarlo todo y untarle una pátina de solemnidad y almidón a la existencia para no incordiar a los administradores de esa caricatura que llaman Estado.

El hombre necesita historias para vivir, necesita inyectarse su dosis diaria de ficción (sea oral o escrita) para sobrevivir. Las mil y una noches es un libro que recopila un conjunto de cuentos orales árabes y de otras regiones del Oriente. Aunque tiene la particularidad de tener una historia central que sirve de columna vertebral a las otras historias. Es la archiconocida historia de Sherezade y el rey visir atormentado.

Este rey sale un día de su palacio y se despide dichoso de su esposa. Regresa antes de lo previsto para descubrir a su amantísima esposa en brazos de un amante. Como es lógico de esos tiempos, del honor masculino y otras sandeces en ese tenor, asesina al amante y decapita a su esposa. No obstante esto no calma su dolor y entonces en su locura desposa cada noche una doncella y a la mañana siguiente ordena que la decapiten. Sherezade, que “había leído los libros, los anales, las leyendas de los reyes antiguos y las historias de los pueblos pasados… y era muy elocuente y daba gusto oírla”, tiene otras hermanas y para salvarlas fragua un plan. Su estratagema es simple: en la noche cuenta una historia que se alarga hasta la mañana siguiente. Con la llegada del sol la historia llega a su punto culminante y si el rey manda a ejecutar a Sherezade no sabrá el desenlace de la historia. Lo que le permite a Sherezade ganar un nuevo día para comenzar otra historia distinta más fantástica y llena de aventuras que la anterior. Son cuentos memorables los de Aladino y la lámpara maravillosa, Alí Babá y los cuarenta ladrones o las aventuras de Simbad el marino.


    El narrador de historias vive en esa orilla extraordinaria de la ficción y uno como lector, de vez en cuando, cruza hacia ese narrador de cuentos con el único propósito de conocer una historia nueva.


La contraparte de ironía trágica de Sherezade puede ser el personaje de uno de los relatos de La balada de Buster Scruggs, película de los hermanos Coen, que narra con imágenes los cuentos de un libro viejo (ilustrado) de breves episodios del oeste americano. Se trata de un vendedor ambulante que en un carromato cruza las montañas en invierno llevando su inusual mercancía. Llega a un pueblo y transforma el carro en un pequeño escenario vacío. Unas cortinas que se cierran le sirven de telón. Luego va pegando carteles, anunciando su mercadería: un orador. La gente poco a poco se aglutina frente al escenario del carreta y cuando se despliega la cortina descubre al orador, impecablemente vestido, maquillado y con una luz cenital de lámpara que le ilumina. Tiene algo angelical. Lo impactante es que no tiene brazos ni piernas. Es sólo un torso parlante. Su aspecto es llamativo, pero del asombro inicial los espectadores pasan a maravillarse por el tono discursivo del orador, ante su dicción impecable, su memoria y sus apasionadas modulaciones para trasmitir el discurso, que es una especie de collages de otros discursos; con algo de Emerson, con fragmentos del famoso discurso de Gettysburg de Abraham Lincoln e incluso se aprecian segmentos de alguna obra de Shakespeare. Al terminar el discurso el vendedor pasa el sombrero y recoge algunas monedas. Entre el vendedor y el orador no existe vínculo alguno, ni siquiera conversan entre ellos. El vendedor lo alimenta y lo cuida, pero no como una persona, sino como otra cosa, e incluso viaja en el carro con los otros cachivaches como si sólo fuese otro adminículo más. Un día en un pueblo hay una atracción más singular que el orador: una gallina que es capaz de sumar. El vendedor la compra. En un recodo del camino se detiene. Hay un puente y debajo transita un caudaloso río. El destino del orador está sellado. Luego vemos el carromato proseguir su camino. Ya no está el orador entre los objetos, sólo se ve a la gallina, la cual estará hasta que aparezca algo más insólito que vender. Lo demás se intuye. Quizás el vendedor compró el orador a otro comerciante. La metáfora sutil de esta historia podría ser las palabras con su poder hipnotizante, aunque el vendedor crea que la condición minusválida del orador sea lo que deslumbra a la audiencia.

Alguien habla, cuenta. Así comienza la literatura. Sin saberlo comencé a hipnotizarme con las palabras en el barrio Bello Monte 2, escuchando los cuentos burlescos o de horror en los velorios.

El narrador de historias vive en esa orilla extraordinaria de la ficción y uno como lector, de vez en cuando, cruza hacia ese narrador de cuentos con el único propósito de conocer una historia nueva, un relato de hadas donde los dragones se convierten en princesas, recordando aquello escrito por Rilke: “…Quizá todos los dragones de nuestra vida sean princesas que sólo esperan vernos una vez hermosos y valientes. Quizá todo lo horrible, en el fondo, no sea en realidad nada, y sí sólo algo indefenso y desvalido que solicita nuestra ayuda”. Por eso estamos ganados por la ficción, para hacerle frente a todo lo horrible y por una vez vivir con arrojo y valor nuestra propia historia.




Carlos Yusti
Editor en Arte Literal
Escritor y pintor venezolano (Valencia, 1959). Cofundador del grupo literario Los Animales Krakers y de la revista Zikeh. Dirige en la web la página Arteliteral. Su última exposición conceptual es la revista ensamblada La Tapa del Frasco (2015). Ha publicado los libros Pocaterra y su mundo (1991), Vírgenes necias (1994), De ciertos peces voladores (1997), Dentro de la metáfora: absurdos y paradojas del universo literario (2007), Para evocar el olvido y otros ensayos inoportunos (2007) y Poéticas del ojo (2012).

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